Muchas veces nos encontramos con que las escuelas o instituciones educativas son los primeros organismos que detectan irregularidades en el aprendizaje, con lo cual es de suma importancia que dichas instituciones tengan las herramientas pedagógicas necesarias para detectar indicadores y poder pedir a tiempo derivación a evaluación cognitiva.
1. Debe haber un deterioro clínicamente significativo del rendimiento escolar específico, valorado a partir de la gravedad definida por el nivel de escolaridad (por ejemplo, por el nivel esperable en menos del tres por ciento de la población infantil escolar), por la presencia de antecedentes (es decir si, las dificultades escolares fueron precedidas en la edad preescolar por retrasos o desviaciones del desarrollo, del habla o del lenguaje), por la presencia de problemas concomitantes (déficits de atención, hipercinesia, problemas emocionales o trastornos disociales), por formas o conjuntos específicos de rasgos (es decir, por la presencia de anomalías cualitativas que no suelen formar parte del desarrollo normal) y por la respuesta a intervenciones concretas (las dificultades escolares no remiten rápida y correctamente tras ayuda extra a la enseñanza en casa o en el colegio).
2. El déficit debe ser específico en el sentido de que no sea explicable por un retraso mental o por déficits menores de la inteligencia general. Debido a que el CI (coeficiente intelectual) y el rendimiento escolar no son exactamente paralelos, esta distinción sólo puede hacerse teniendo en cuenta los tests de CI y de rendimiento, estandarizados, aplicados de forma individual, que sean adecuados para la cultura y el sistema educativo del niño. Estos test deben ser empleados junto con tablas estadísticas que faciliten datos sobre el nivel medio de rendimiento esperado para un CI a cualquier edad cronológica, la pauta clínica general es simplemente que el nivel de rendimiento del niño sea considerablemente más bajo que el esperado para su edad mental.
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